“La energía se me pudre adentro”

Enrique Ballesteros / BBC Mundo 

Clippertón

     

Este es un perfil de Gustavo Schultz, uno de los personajes de La Isla de la Pasión, la novela con dejos de crónica de Laura Restrepo que cuenta la historia de Clippertón, el último territorio que perdió México.

 

Lo que Ramón y Alicia Arnaud hicieron en Clippertón lo cuentan otros y lo conmemora un monumento ínfimo en un pueblecito mexicano, entre otras cosas, porque verse obligados a defender una isla de puros fantasmas, no es más que una burla del destino y merece poco aspaviento. En cambio, las doce palmeras que plantó Schultz cuando llegó allí a los 24 años, son un testimonio vivo de su existencia y lo único que queda en pie sobre la isla. La fuerza creadora de este personaje trascendió en ellas y sobrevivió al viento, al mar y a los hombres.   

 

Cuando el huracán azotó la isla destruyendo todo vestigio de civilización, Schultz no se puso a salvo. Su mujer decía que estaba loco. Pero lo que intentaba era rescatar el tren y la maquinaria con que trasportaban el guano, lo único provechoso que podía arrancársele a esa isla estéril. Lo hizo, no por cumplirle a The Pacificic Phosphate company, la empresa inglesa que lo había contratado y olvidado, sino porque presentía que después de la destrucción de esas cosas, quedaría allanado el camino hacia su locura. 

 

Antes de la catástrofe, el único indicio de su demencia era la mezcla de inglés, italiano, alemán y español con el que intentaba comunicar sus ideas. Tal vez quería contar tanto, que sus palabras salían como potros desbocados. Decían que era “la viva torre de Babel”. Después, cuando se dio cuenta de que toda la maquinaria había quedado arruinada por el huracán, Shultz arrancó los rieles del tren y los lanzó al mar con el mismo ímpetu con que los había unido.

 

La energía de Schultz era espuma. Bullía ansiosa, en busca de un destino que se la bebiera para convertirla en trabajo o estrago, en creación o locura. Había rebosado su cuerpo e inundado la isla. A veces tomaba forma de puño y azotaba a los holandeses que llegaron con el huracán o se convertía en alarido ininteligible para animar las protestas de los soldados que le exigían a Ramón Arnaud expulsar a los extranjeros. Schultz tenía algo de razón porque se estaban comiendo su alimento y semejante máquina de terror, necesitaba tragar tanto como “el abominable hombre de las nieves”.

 

Por si fuera poco, Daría Pinzón, su mujer, lo traicionó con un holandés y lo abandonó. Ya no fue espuma lo que desbordó su espíritu, sino lava pura. Quiso desquitarse de Daría, pero Ramón Arnaud intervino. Desde un principio, Schultz le había caído mal porque comparaba a los habitantes de la isla con Robinson Crusoe, porque no le gustaba la comida mexicana, porque le pegaba a los animales y a las personas, porque en últimas, a pesar de su locura, era una voz sensata que confrontaba a Ramón Arnaud con la miseria y el abandono de Clippertón, algo que el Capitán se negaba a reconocer, pues estaba destinado a que las esperanzas lo acompañaran hasta la muerte.

 

Enrique Ballesteros / BBC Mundo. 

 

La pelea con Daría fue la excusa para que Arnaud se desquitara del gringo, como llamaba a Shultz, que era alemán. Lo apaleó, lo amarró a una viga de su casa y lo dejó a su suerte. Apenas miraban de lejos su cabello rubio y revuelto, sus espesas cejas crispadas de rabia y los ojos inyectados de rencor.  Una vez un cerdo se acercó a olisquearlo y le aplastó el cráneo de un puñetazo.

 

La quietud lo llevó a reventar la soga y escapar. No pudo aguantarse sus incontrolables ganas de molestar. Lo capturaron de nuevo y encadenaron por el cuello a la viga. Schultz se la pasaba dándole vueltas todo el día mientras repetía:

 

Me aburro, me aburro, me aburro. Me aburro, me aburro, me aburro…

 

Le pidieron a Altagracia Quiroz, la mucama de los Arnaud, que lo cuidara. Cuando la mujer iba a alimentarlo, le decía: “Cuchito, cuchito, cuchito”, como llamando a un perro. Lo único bello de esta mujer era su cabellera. Fueron su ternura y compasión los que apaciguaron el ímpetu de Schultz y le hicieron sentir por primera vez en la vida que no estaba solo. También fue la posibilidad de darle un norte a su desbordada fuerza lo que lo hizo entrar en razón, pues los dos se dedicaron a amarse y a jugar ajedrez sin importar más.

 



Una mañana, cuando acababan de hacer el amor y él se proponía contar cada uno los hermosos cabellos de Altagracia, entraron tres soldados y lo metieron en un barco rumbo a México. El amor le había desenredado la cabeza y la lengua. Schultz alcanzó a gritarle a Altagracia que regresaría por ella. Esa esperanza la mantuvo a salvo de los vejámenes de Victoriano, que la maltrataba y violaba. Shultz se dedicó a conseguir un barco para rescatarla.

 

Cuando se reencontraron, Shultz construyó para ella La Casa del Agua. Allí se conservan todavía los tanques, las bombas y los equipos hidráulicos que llevaron el agua potable a Acapulco. Esta es quizá la muestra más eminente del ímpetu creador y la capacidad de trabajo de Shultz, pues el acueducto todavía les suministra agua a los habitantes del puerto. En muestra de agradecimiento y respeto, a Altagracia la llamaron La princesa del agua. Los dos, princesa y bestia, fueron felices, aunque Altagracia ya no pudo tener hijos.

 

Leandro Alberto Vásquez Sánchez

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